El verano de Villa Diodati
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Ayer se cumplieron doscientos años del comienzo del viaje de Lod Byron y su médico, John Polidori, por el Continente. El periplo, tras su encuentro con los Shelley, culminaría en el verano de Villa Diodati. Allí, en la hoy legendaria residencia suiza, tendría lugar el duelo de ingenio que vio nacer a dos de los tres mitos del triunvirato rector de la novela y el cine de miedo: la abominación de Frankenstein y el Vampiro. Vaya este fragmento del capítulo que dediqué a aquel estío glorioso en No halagaron opiniones (Un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada) (Huerga y Fierro, Madrid, 2014) a modo de conmemoración de aquellas jornadas:
Antes de que los amantes de la literatura fantástica y de la literatura en general la convirtieran en un inmueble legendario, cierta residencia que todavía se alza en la orilla del Lago Leman más próxima a Ginebra, era conocida por sus vecinos como la casa Cologny. El Diodati del que tomó el nombre con el que habría de pasar a la historia fue un teólogo, Giovanni Diodati, que la mandó construir en una fecha imprecisa. Según algunas fuentes, en 1639, el insigne bendito que fuera su primer propietario alojó en ella al mismísimo John Milton. Aunque los últimos estudiosos de Frankenstein han desmentido este punto argumentado que la mansión fue edificada en 1710, con lo que difícilmente hubiera podido albergar al autor de El paraíso perdido (1671) sesenta y un años antes.
Lo que nadie duda es que Honoré de Balzac la visitó a finales 1833. El francés viajó a ella atraído por la experiencia allí vivida, en el verano de 1816, por una colonia inglesa integrada por lord Byron, Percy Bysshe Shelley, Mary Shelley, John Polidori e incluso Claire Clairmont. Malditos, heterodoxos y alucinados todos ellos en su Inglaterra natal, de la que habían huido espantados, casi doscientos años después se impone la entrada en matices sobre las distintas intensidades y calidades de los estigmas que obraron sobre ellos.
Así, mientras la Historia de la literatura ha brindado a Byron y a los Shelley el privilegiado lugar que se merecen en ella, glorias y laureles que ya comenzaron a disfrutar en vida pese al escándalo que provocaron sus procacidades y licencias en los bienpensantes de sus días. Para nuestro dilecto Polidori el olvido de la posteridad sucedió al desprecio de su tiempo.
Si para los amantes de la literatura en general, Villa Diodati es una fábula por haber servido de telón de fondo al estío más célebre de la poesía romántica, para los de la literatura fantástica en particular lo es por haber acogido el alumbramiento de dos de los grandes mitos del triunvirato que presidirá la literatura de terror de los años venideros: la abominación de Frankenstein y el vampiro. Salvo lo concerniente al licántropo –tercer mito de ese trío rector de la ficción de horror al que nos referimos, cuyo origen se pierde en leyendas y tradiciones seculares-, puede y debe decirse que el género, tal y como se concebirá en los años venideros, tanto por la narrativa como por el cine, nace en aquellas veladas estivales de Villa Diodati.
Ahora bien, mientras la huella de Frankenstein se verá proyectada –y debidamente reconocida por la crítica, hay que insistir- en toda esa serie científicos locos empeñados en la creación de la vida –estirpe que abarca desde el doctor Moreau de Wells hasta el doctor Raymond de Arthur Machen-, la gloria de haber creado el vampiro le será atribuida a Bram Stoker.
En efecto, puestos a buscar los orígenes del no muerto, suelen remontarse a la experiencia de Vlad IV (1431-1476). Héroe nacional rumano, el voivoda de Valaquia fue apodado Tepes –el Empalador- porque en su lucha contra los invasores otomanos ordenó el empalamiento de miles de enemigos. También conocido como Dracul –dragón o diablo en lengua vernácula- aunque fue él quien habría de dar nombre al célebre personaje de Bram Stoker, su crueldad fue una característica en la guerra contra los turcos. De hecho, en todos los países que padecieron el yugo otomano, la sangre vertida por los invasores y por quienes se resistieron a ellos fue pródiga en leyendas de vampiros.
Esos orígenes de Drácula pasan también por Erzsébet Bathory, la condesa sangrienta, la alimaña de Csejthe, en la alta Hungría. Así llamada por los cientos de vírgenes que inmoló para bañarse en su sangre en la quimérica busca de la lozanía que su piel iba perdiendo con la edad. Esta otra bestia de la Vieja Europa -muy el la línea de Sade, por cierto- también suele citarse antes –y con más frecuencia que Polidori- en la genealogía del vampiro.
Si señor, desde sus compañeros en Villa Diodati en aquel verano de 1816, hasta la erudición de ayer, de hoy y de siempre, el desprecio y el olvido –acaso el peor de los desprecios- ha sido el destino que la suerte ha dispensado a la obra Polidori. Hasta Claire Clairmont, la auténtica diletante en el verano suizo, hace de menos a nuestro favorito de aquellos días. No en vano, desde que miss Clairmont supo que Polidori viajaba por Europa junto a Byron, vio en él al rival, que en efecto era, por los amores del poeta.
Hija de un matrimonio anterior de una segunda esposa de William Godwin, el padre de Mary Shelley, Claire no tenía ninguna consanguinidad con la futura autora de Frankenstein o el moderno Prometeo, como pretendió Polidori con sus maledicencias -todo hay que decirlo-, que a la postre también fueron a abundar en cuanto de licencioso se creyó que hubo en tan célebre encuentro literario.
Los Shelley (*), a buen seguro a instancias de Claire Clairmont, arribaron a las orillas de Sécheron, pueblecito que según habría de contar Mary en el capítulo séptimo de Frankenstein se halla a media milla de Ginebra, el tres de mayo de 1816, o el quince de ese mismo mes según otros autores. Tras hospedares el Hotel de Inglaterra durante algo más de un mes, se trasladaron a Cologny, en la orilla opuesta del lago Leman, y arrendaron una residencia conocida como Montalègre. Sólo distaba ocho minutos a pie de Villa Diodati.
Milord y Percy Bysshe Shelley aún no se conocían. Siendo el caso que Claire, pese a que sólo contaba quince años ya estaba embarazada de Byron, necesariamente tuvo que ser ella la que presentó a los dos poetas. Así las cosas, cumple reconocer lo importante que fue la aportación de miss Clairmont al mito de Villa Diodati. Aunque no ha llegado hasta nuestros días el diario que la hermanastra sin consanguinidad de Mary Shelley llevó aquel verano, sí lo han hecho algunos de los billetes y misivas que dirigió a Byron, una vez que éste y Polidori comenzaron su periplo por el continente. “Sé que ahora viajas con un médico. ¿Te cuida bien? ¿Siente afecto por ti?”, le pregunta en una de esas notas conscientes del cariz de los afectos que el doctor siente por milord.
Instalada ya la extraña pareja en Diodati, Claire se ha informado sobre Polidori. Con todo, quizás obnubilada por los celos, confunde al médico con su padre –autor de un diccionario- cuando apunta en una de sus encendidas misivas: “Me gustaría que mandaras a Polidori a escribir otro diccionario o con la dama de la que está enamorado. Ojalá fuera ésta su almohada y se marchara a dormir, porque no puedo ir a verte por la noche y que me vea: es tan extremadamente receloso”.
Los recelos de Polidori, a quien también cabría reivindicar merced a ese cinismo que nos llevará a exaltar más adelante a Maurice Sachs -el francés colaboracionista y difamador de Proust-, quedaron expresos con largueza en una carta publicada en el New Monthly Magazine en 1819, anónima pero casi con toda seguridad debida al médico. Allí se ignora deliberadamente que no hay ningún vínculo de sangre entre Claire y Mary para dar pábulo a ciertas escabrosidades de la colonia inglesa en el lago Leman, que condena el Londres más pacato. Bien pudo ser a raíz de esa misiva, anónima pero a buen seguro obra de Polidori, cuando se empezaron a acuñar las primeras leyendas del verano suizo de los escritores. A este respecto es revelador que, aun sin haber lugar para el “promiscuo intercambio” que sugiere nuestro pérfido y no obstante admirado Polidori, Byron fuera a negarlo.
Y bien es cierto que milord, no obstante la elevación de su ideal romántico, también cayó en las miserias y mezquindades de su médico y amante frustrado cuando dio a entender que el hijo que esperaba miss Clairmont en aquellos días era de Percy Bysshe Shelley. No hay duda de que Claire fue amante de Byron. Pero ¿lo fue también de ambos poetas? Muy probablemente.
Tal vez fuera Percy Bysshe Shelley el único que estuvo al margen de las miserias y mezquindades con las que se derribó a Polidori en Diodati. Miserias y mezquindades a las que el derribado, siempre que pudo, contestó con más de lo mismo. De hecho, con esa proverbial animadversión de los escritores hacia sus colegas, o si se prefiere con la ira de los frustrados, Polidori, en un primer momento, arremetió en sus anotaciones contra Percy Bysshe Shelley. Lo hizo antes de que La reina Mab (1813), el poema filosófico de Shelley, le cautivara. Cuando esto ha sucedido, en el fragmento de su diario concerniente al primero de junio, el acólito enamorado -pues eso era al cabo Polidori de Byron - escribe: “Shelley es un ejemplo más de cómo el dinero puede inducir a la familia a encerrarte en un manicomio. Sólo le salvó la honestidad de su médico. Desde niño estaba prometido a su prima, pero apareció otro que tenía más de lo que el podría llegar a tener nunca y ella le abandonó por ateo. Pasó por grandes penurias económicas, y aquel amigo a quien había prestado 2.000 libras, aun conociendo su situación, no le ayudó. La señora Shelley nos recita unos versos de Coleridge sobre Pitt [Percy]; todo me hace pensar que es un verdadero poeta”.
(*)En realidad, los Shelley no se casaron hasta diciembre de 1816, tres semanas después de que se suicidara Harriet Westbrook, primera esposa del poeta. Aunque Mary ya usaba el apellido Shelley para evitar las mismas suspicacias, que su libre unión despertaba en Inglaterra, entre los bienpensantes suizos.
Publicado el 25 de abril de 2016 a las 10:45.